Premio Goncourt 2009 a la primera novela
París, 1760. El joven Gaspard llega a la ciudad escapando de la miseria del campo. Su ambición desmedida pronto le convertirá en un hombre sin virtud ni conciencia, en un libertino. De la agitación portuaria del Sena al refinamiento de los salones parisinos del XVIII, Gaspard se desenvuelve en las asfixiantes atmósferas magistralmente recreadas por el autor. Una educación libertina traza la ascensión y la caída de un hombre esclavizado por la carne.
Jean-Baptiste Del Amo, autor revelación de las letras francesas, fue ganador del Premio Goncourt 2009 a la primera novela por Una educación libertina.
El poeta Luis Antonio de Villena es ese Lord Henry wildeano que estaba al lado de Donan Gray comentando la jugada. A vueltas con la belleza y el esplendor, mientras se demacraba el retrato al óleo en un trastero. Mártires de la belleza. Un ensayo sobre el esplendor y el castigo (Cabaret Voltaire) repasa una antología melancólica de guaperas y su descarrío. El deportivo de James Dean atravesando una noche última, Helmut Berger ya ajado, sobreviviente y decadente, o Leif Garret, cantante setentero que acaba alopécico y trapicheando en los bajos fondos de San Francisco. Todos en la pira sacrificial de los hermosos y malditos. Ascensión y caída.
Explica el autor: «Podemos hablar de una deidad oscura, un fatitm. Un destino trágico que aguarda a quien tiene la Belleza como su modo de vida. Porque mueren, o se destruyen, o quedan en la mediocridad. No sé si es sacrificio o expiación. Sometidas a un destino peculiar y trágico. El subtítulo del libro es claro, ‘esplendor’, de juventud, y ‘castigo’ por parte de algún dios desconocido, o por la sociedad. O por el mismo destino. No está claro. Una primera línea de discurso puede apuntar a los efectos de sociedad mercantil que usa la belleza como objeto de lujo. Pero por debajo, ¿no hay después un raro elemento metafísico? ¿O mítico?».
Villena se pertrecha de sus autores para esta indagación de inmolaciones metafóricas o literales. Cita a románticos ingleses, a Rilke, a Cavafis, a Laforgue y, claro, los antiguos paganos: «En el mundo clásico, el inicio de la belleza es siempre la juventud. Los dioses griegos eran todos jóvenes. Cuando Aurora le pide a Zeus que le otorgue al humano Titón la inmortalidad, se le olvida pedirle también que conservara la juventud. Y la tragedia está en que Titón envejece. Y este libro parte de la idea clásica de la belleza efébica. Aquí trato del ejemplo de Antínoo, por ejemplo». ¿Y qué hay de las beldades femeninas o las lolitas?
«Con las mujeres el proceso es muy diferente. Las más jovencitas tienen menos cotización que los varones efébicos. Los casos femeninos son fenómenos que funcionan más mayores. Una mujer de 30 y pico es la que triunfa», opina. Esta edición abunda en fotografías que dan cuenta de ciertas ruinas y pasados divismos. Algunos con la inevitable aureola trágica de un accidente, de un fin. «En términos generales la muerte de una persona joven se verá como desgracia, pues la persona en cuestión no se había podido realizar. En el mundo pagano la muerte de un joven podía verse así también, pero había un componente de ser un favorecida Se pensaba que los amados de los dioses mueren jóvenes. Esto reaparece con el surrealismo, en esa frase de André Bretón de 'Vive de prisa, muere joven y dejarás un bonito cadáver. Lema que ha sido atribuida a roqueros o al propio James Dean».
Discurre esto entre fotos del protagonista de El lago azul, o de Alain Delon, y narcisos varios con posturilla, y un macarra de películas de Eloy de la Iglesia. Se van trazando las carcomas que el tiempo dosifica en la sucesión de un puñado de años. Aparece Bosé, aparecen Jim Morrison y Buddy Holly con sus ruinas. Aparece Rob Lowe, en su salto de épocas. «Los valores de la belleza adulta son totalmente diferentes», comenta Villena. «Es una perduración del modelo griego. Cuando ves a un chico en un anuncio ves que es exactamente el mismo canon que el Hermes de Praxíteles. No ha cambiado nada el concepto de belleza física».
Un ensayo sobre el esplendor y el castigo
La belleza física –unos años, pues es caediza– acerca poderosamente a la divinidad, y en un tiempo esteticista y superficial como el de hoy convierte a elegidos y elegidas en seres privilegiados, casi olímpicos, para quienes se abren con absoluta facilidad las puertas más difíciles, el mundo de los happy few y los cotos más vedados…
Bellos y bellas, muy a menudo, cuando sólo es belleza su equipaje (o nadie sabe ver más) terminan sus efímeras carreras en la sordidez, el olvido o el lodo, y en cualquier caso completamente olvidados de ese mundo que los aplaudió y deseó cuando eran hermosos. Son los involuntarios mártires de la belleza, de historias siempre atractivas, aunque a menudo también desoladoras o patéticas.
Aunque El Gran Juego haya pasado a la historia como un afluente más del surrealismo y cuya corta trayectoria se encauza en los tres únicos números de la revista homónima, sus promotores -Roger Vailland, Roger Gilbert-Lecomte y René Daumal, autodenominados los "hermanos simplistas"- se consideraban inmersos en algo más profundo, nada menos que un viaje metafísico hacia el conocimiento absoluto, lo cual implicaba experimentar con la palabra, drogas y alcohol. Con un planteamiento tan esotérico y métodos tan radicales de exploración/extravío interior era inevitable que, a pesar de su afinidad con Desnos o Man Ray, acabaran enzarzándose con un Breton que ya había dado el golpe de timón hacia el comunismo. El desencanto y la desadicción dejaron a Daumal (Francia, 1908-1944) en un doble estado de postración física y de ambición espiritual idóneo para entonar su particular acto de contrición, reivindicar la auténtica sabiduría y desmantelar los artificios de la cultura con las armas que antes usaron Jarry o Rabelais. La gran borrachera fue la primera y única novela que publicó, seis años antes de que la tuberculosis dejara inconclusa El monte análogo (Alfaguara). Partiendo de una metáfora tan vieja como la "sed", el narrador interpreta su ebriedad como un descenso a los infiernos de la ignorancia colectiva y la vanidad intelectual. Alegoría y sátira se unen en una hélice devastadora, tan afilada que no deja títere con cabeza -literalmente, ya que sus personajes tienen más de marioneta que de humanos- y hace trizas las poses y clichés de la modernidad. La crítica sigue siendo válida en gran medida porque la acción transcurre en una dimensión atemporal: sus escenarios -hospitales, autobuses, aeropuertos- hoy serían designados como "no lugares", sitios anónimos, reconocibles pero resbaladizos en términos de identidad. En ese sentido cuesta saber si es un iluminado o un precursor, pero lo que está claro es que el interés de su obra radica en su lado irreverente y demoledor. Lo echa a perder cuando se empieza a tomar en serio, se pone a evangelizar, emprende labores de reconstrucción a partir de las ruinas que ha tirado abajo y propone vías de redención que, si algo sacan a la luz, es un cacao mental característico de las drogas, cuando parece que la verdad está ahí delante, al alcance de la mano, pero se desvanece al intentar agarrarla. Así son las frases lapidarias y los fogonazos de lucidez de Daumal, estrellas que no acaban de formar una constelación y que, sin embargo, brillan con tanta fuerza que aún siguen iluminando las zonas más oscuras del ego y la literatura.



