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Aunque el dolor existencial es un tema muy presente en las mejores novelas francesas de los últimos tiempos, pocos han sabido cartografiarlo con la intensidad, la elegancia y la profundidad de Jean-Baptiste del Amo. Tiene además este autor la ventaja de saber combinar la precisión descriptiva con la abstracción poética, sin caer nunca en la alegoría y evitando siempre que sus personajes parezcan estereotipados, a pesar de que arrastran una gran carga simbólica.

En su primera novela, Una educación libertina, Del Amo consiguió llevar a cabo una fusión casi alquímica del dolor físico y el dolor mental, hasta hacerlos parecer el mismo e indivisible dolor, cuarteando a la vez el cuerpo y el alma. Lejos de ser una novela sobre el libertinaje, es una novela sobre la angustia de ser, de crecer, de vivir y de morir, escrita en una prosa fulminante y brillantísima, que embriaga por su belleza estética y quema por su violenta hondura.

En su segunda novela La sal, Del Amo vuele a las andadas, en el mejor sentido de la palabra, y nos regala una novela netamente existencial, además de lírica, sobre los abismos de la familia. Se ha dicho que quizá el mismo Del Amo lo ha corroborado, que La sal es tributaria de Las olas de Virginia Woolf, porque estamos todo el rato sintiendo la respiración del mar; también la han vinculado a La señora Dalloway porque la acción se desarrolla en un solo día. No voy a negar estos parentescos, que hasta podrían resultar demasiado evidentes (y las evidencias engañan tanto como las apariencias), pero al hacerlo tengo mis reparos, por la sencilla razón de que Virginia Woolf nunca es tan violenta y descarnada como Del Amo. Si me exigiera a mí mismo buscar vínculos más precisos y reveladores, pensaría en Mientras agonizo de Faulkner y en la película Festen de Thomas Vinterberg: dos obras en las que la acción está muy acotada y que además rezuman una violencia familiar y social vinculable a la que se observa en las novelas de Del Amo.

En La sal describe una comida en una casa de pescadores, en la que se reúnen los miembros de una familia dispersa Sus pensamientos, sus discusiones, sus omisiones, sus amores y sus odios tienen como contrapunto la danza Incesante de las olas y sus vapores salados, pero no estamos ni en el festín de Babette ni en el banquete de Trimalción: estamos en un inferno lleno de fuego y de sal, donde la brutalidad, la hornosexualidad doliente e incomprendida, la muerte y la desdicha pesan mucho más que la vastedad plomiza del mar, y donde al igual que ocurría en Una educación libertina, no hay personaje que no vaya cultivando en el centro de su ser su propia herida, purulenta y atroz.

Una tesis sobrevuela buena parte de la novela, que incide en la sustancia misma de la familia: por más que creamos que las familias tienen una cierta unidad, representada en el apellido compartido y algunas cosas más, tal unidad no es otra cosa que una impostura ideológica y social, pues si bien toda familia es el atanor en el que se va gestando nuestro ser, a la hora de la verdad no existe unidad posible en el alambique paternofilial, y al final todos los miembros de cualquier familia tienden a ser islas singulares, singularísimas, cada una con su vegetación propia, su fauna propia y su infierno propio, aunque todas ellas hayan surgido del mismo volcán.